domingo, 27 de diciembre de 2009

Antártico, Ártico, Atlántico, Pacífico e Índico

Veinte metros de agua sobre mí. La corriente me lleva. Apenas llega la luz y los ojos ya no se mantienen abiertos. Lloran. El fondo del mar es oscuro. Nada tiene que ver con los documentales. No hay luz, ni peces de colores. Nada es hermoso. Cuando estás a veinte metros de la superficie del mar se hace patente cuan efímera es la vida. Poco queda y nada puedo hacer para salir.

Sepultada caigo en que el oceáno no sigue las propiedades de los líquidos y que mi cuerpo sólo obedece a la gravedad. Se posa sobre mí como algo ineludible y por mucho que luche en su contra nada consigo. Y entonces quiero ser aire, aire. Y de repente el ser acuario cobra importancia para mí.

Quién quisiera vivir en la libertad de ese cielo. Surcar los aires, notar el tacto inefable de las nubes. Embriagarse de oxígeno, nitrógeno, hidrógeno, dióxido de carbono y algún que otro gas noble. Saborear cada uno de sus componentes. Qué sabor debe tener. Creo que es como un pastelito de limón: dulce y ácido en una proporción casi equiparable.

Volar, qué bonito debe ser. Si al final no existiera Dios me gustaría reencarnarme -si Buda tenía razón. Me gustaría ser águila. Llegan alto y son tan elegantes. Si el león es el rey de la selva (o de la sabana), el águila, sin duda, es la reina del cielo. O la diosa. Sólo debe volar, sin interrupciones. Con el único fin de vivir. Sin rendir cuentas, sin dar explicaciones. Sólo sobrevivir.

Pero me perdería tantos placeres... quizás sería mejor ser persona. Tiene tantas posibilidades el ser humano. Crearse a sí mismo, la más grandiosa. Es un pequeño dios de sí mismo, y de la tierra. Con su mente crea, con sus manos construye. Conquista el cielo, el mar y la tierra. Pero no es dueño de la libertad, como los son los demás seres. Se desanima y se rinde. Y experimenta. Y pierde. Y gana.

¡Si tuviera tiempo! Vendería mi alma al diablo por una mano que me alzase. Por desgracia, no estoy en posición de soñar. Los misterios de mi vida carecen de importancia. Soy consciente de cada célula de mi ser. El oxígeno me falta. Me arden los pulmones por los estragos de la sal. Es curioso que algo tan inconsciente sea dolorosamente necesario.

Vivimos en un precario equilibrio. Todo lo que compone mi vida tiene un proporción exacta. No puede haber excesos. Los excesos siempre causan el mal. Qué delicados somos. Quizás la tecnología es una réplica de la condición humana.

Sin embargo... qué feliz he sido.

martes, 15 de diciembre de 2009

Vísperas

Salgo a la calle. Noche nublada, noche de frío. Salgo a la calle, camino. Huyo. Es una éspoca especial. Víspera de navidad. Quizá nieve esta noche. Quien sabe.

Navidad, tiempo de alegría, tiempo de paz. Cuánta luz ilumina las calles. Titilea y se refleja en las gotas de lluvia y en los castillos de cristal. Me pregunto si esta moda de materiales reflectantes tiene propósitos navideños. Refulgen las luces y recuerdan un poco al resplandecer de las velas.

Navidad, recuerdo de un sueño soñado. Días de fantasía. No cantan aedos, sólo oigo villancicos -de CD, por supuesto. Y las luces, lo más apasionante de la feria, lo bañan todo en una maravillosa irrealidad. Gentes que sonríen, gentes que lloran. Curiosa contraposición.

Navidad, época pasada. Moderno embeleco. Disfraz de buenos propósitos. Navidad, analogía de fe. Prueba de humanidad. Época de intenciones corteses, de amores caballerescos. Se mezclan, como líquido, lo antiguo con lo contemporáneo. Y las creencias medievales se muestran de repente como la impronta que son. Qué camino marcaron. Qué delimitado.

Navidad, badulaque del ahora. Afeite canalla, condimento inusitado.

Vuelvo a casa. Hace frío. Las ciudades se rinden a la insulsa navidad. A la merecida minúscula. Quizás nieve esta noche. Quien sabe.

sábado, 5 de diciembre de 2009

De colanillas, alcorces y barcias.

Me he acostumbrado a tu ausencia. Ya no hay café para dos ni largas noches en vela. Recuerdo que hace meses todo era importante para nosotras. Cada palabra, cada gesto. A veces, incluso, no necesitábamos de esas mediocridades humanas. No precisábamos de sociedad para sentirnos agusto. Ahora, has asegurado las puertas y ventanas de tu vida y yo, a duras penas, alcanzo a descorrer las colanillas que pusiste voluntariamente en mi contra.

Me he acostumbrado a tu ausencia y sin embargo, no me parece extraño. Siempre pensé que cuando se usan alcorces para ahondar en las nuevas relaciones nunca terminan bien. Lo repetí durante ese año, segundo a segundo, pero no pude eludir mi ansia de eternidad. Ya sabes que una vez que alcanzan a ver la fragilidad de mi alma no puedo desengancharme. Porque para mí, a pesar de la realidad, de la consciencia y de la aceptación, sé que eres nociva. Y esa certeza forma parte de mis minutos de genialidad.

Me he acostumbrado a tu ausencia pero sigo sintiéndote parte de mí. Aún sabiendo que teniéndote a mi lado no soy más que un despojo. Suelo reirme y decirte que soy un desastre. Lo que jamás te dije es que eres tú quien me desestabiliza. Eres tú quien destruye mi preciada racionalidad y mi consciencia del mundo. Y por eso tengo que mantenerte lejos. Lejos de mí. Lejos. Lejos... Porque no me siento bien contigo, aunque esté agusto. Aunque me regales tiempo de paz. Aunque me ayudes a reirme del mundo y a superar mis terrores.

No puedes seguir aquí, amiga. tienes que marcharte. ¿Lo entiendes? Así sólo consigues equipararme a la barcia. Y aunque siempre dijeras que te recordaba al trigo, por unos instantes de dorado esplendor y por mi necesidad de sol, tú haces de mí las ahechaduras de esas hebras. Vete, amor, vete. No llores por mí. No me digas que me quieres. No lo repitas. No soporto este controlado descontrol. No soporto sentirme atada y medida constantemente. Sé que el amor también es trabajo. Pero se suponía que tenía que hacerme mejor, ¿Verdad?