Dos lágrimas se derraman por tus mejillas. Son diamantes de navidad. Te preguntas mil veces por qué lo haces y mil veces te respondes que no lo puedes evitar. Se lo recriminas a la llegada de las fiestas. Dices que estás más sensible, más tierna. Pero unas veces se debe a ellas y otras a los exámenes o a simples preocupaciones. Quieres crecer, madurar, pero en realidad te gustaría volver a la infancia.
Te obsesiona ese tema. Has perdido la inocencia y no sabes donde buscarla. Pero no puedes parar. Levantas piedras, mueves montañas. Y si pudieras, vagarías por el horizonte saltando de estrella en estrella. Te da miedo seguir así. Te da miedo no alcanzar lo que buscas. Lo notas, lo hueles, lo oyes, incluso lo ves, pero jamás lo saboreas.
Casi te has rendido entre tanto empeño. Pero parece que el ímpetu con el que anhelas suele ser más fuerte que tu indecisión. De repente te desmoronas. Pasas semanas enteras sin escribir pensando que jamás recuperarás los dones perdidos y cuando te vuelves a sumir en la euforia de tus palabras temes que vuelva a repetirse el ciclo. Nunca lloras, pero tanto miedo te da el abismo que a veces ni siquiera pronuncias palabras. Y entonces culpas a la gente, a tu entorno, a la vida.
Nunca había visto a nadie tan insatisfecho. Encuentras el placer en los lugares más insospechados (y en los más corrientes, por supuesto) Pero sientes que la desesperanza te persigue. Y te das cuenta de que, en realidad, la culpa de todo sólo la tienes tú. La gente que te rodea cree que eres buena. Es cierto, lo creen. Pero en realidad no saben, ¿verdad? Siempre se te dio bien maquillar tu máscara. Recuerdo que durante el tiempo que pasé contigo me maravillaba la sutileza con la que decorabas el disfraz. Siempre me pareció una cualidad innata.
Ahora te encuentras atrapada entre paredes de cristal. Vives en un bonito palacio dotado de grandes lujos y de hermosas obras. Me recuerdas a la reina de las nieves. Siempre has sido tan delicada, tan frágil, de facciones tan suaves y perfectas. El castillo, sin duda, está hecho a tu medida: demasiado espacio, demasiada frusilería. Frío y acogedor. Apacible. Recibes muchas visitas y sólo yo sé que podrías prescindir de casi todas. Resulta que tu cálido frescor atrae a muchos visitantes. Pero sólo hace eso, atraerlos. Y tú siempre quieres más, ¿no? Por eso vives en el ártico, porque su amplitud te reconforta. Te recuerda que lo sublime y lo eterno son conceptos que sí que se adecúan al universo.