Te han visto llorar. Cuando me lo contaron me pareció increíble. Una mujer nunca llora, decías. Y una señora lo hace en privado. Y a mí me maravillaba esa capacidad tuya. La de mantenerte distante a cualquier acontecimiento de tu entorno. Eras el símbolo de la perfección. Eras la perfecta mujer de los cincuenta. Y te han visto llorar. Por fin. Al fin te concediste un poco de humanidad. Y me alegro tanto por ti que no me salen las palabras. Ya no te regocijas en la imagen de chica dura. Ya no explotas la imagen de mujer independiente.
Comprendo que en los tiempos que corrían tú no te sentías cómoda. La mujer nacía y crecía para ser esposa y madre. Y tu siempre preferiste aprender. Decías que no eran incompatibles, que se podían hacer ambas cosas. Pero a tus pretendientes les incomodaba la idea. Al principio, cuando dejabas las cosas claras, ¡les parecías tan interesante! Creían que era una postura. Y al final siempre te acababan dejando. Y tú, que casi siempre vivías de ilusiones, te desmoronabas.
Lo hacías, pero jamás derramaste ni una gota por ellos. No te merecían, decías. Ni siquiera eran dignos de respeto, decías. Luego conociste a Eleonor y comprendiste un pedacito de mundo. Te lanzaste al vótice del conocimiento. Aprendiste historia y literatura. Y filosofía y arte. Pero sobretodo arte. Siempre contabas que en cualquier ciencia hay un antes y un después. Igual que lo había en tu vida. Primero había habido un algo, los hombres y la antigüedad y, tras ello, Eleanor y tu todo. Decías que no la amabas. Decías que era sólo una cuestión de significado (siempre les dabas demasiada importancia, en mi opinión). Decías que ella era tu Jackson Pollock. El interminable goteo interno de las acciones.
Pero te vieron llorar. Y no fue en privado. Fuiste a aquella exposición de la que tanto me habías hablado. Te habías comprado un ceñido vestido rojo. De esos que se llevaban entonces. De los que se ataban al cuello y mostraban un escote de vértigo. De los que marcaban el talle y después se convertían en aire. Te habías gastado la mitad de tu sueldo en el traje y la otra mitad en los zapatos. Cuando te reprendí me dijiste que una chica siempre debía dar buena imagen. Que no iba a aparecer en un acto social con un vestido informal, de a diario, dijiste. Y yo ¡qué te iba a decir! Adoraba verte así, tan feliz.
Fui como tu acompañante, ¿lo recuerdas? Pero tuve que marcharme pronto por culpa del maldito accidente. Insististe en que debías quedarte. Que Eleanor te llevaría en coche cuando acabara ese teatro. Te imaginé mientras operaba a las víctimas, hermosa como ninguna y sonriente. Paseándo entre las pinturas con aire de princesa intelectual. Y cómo me arrepentí siempre de no haberme quedado. Cuando llegué a casa tu no me estabas esperando. No volví a saborear la excitación que sentías cuando algo había salido tal y como deseabas.
Después de buscarte en el trabajo y en la universidad ya no creía en la esperanza. Incluso llamé a Eleanor. Ya sabes que nunca fue de mi agrado. No me dio pista alguna. A las pocas semanas llegó tu carta. En ella decías que me admirabas y me respetabas, pero que no podías volver. Luego supe de tu llanto y lo comprendí un poco. Al final resultó que sí la amabas, tanto como al arte, aunque ella a ti no más que a otra amiga. Y por circunstancias del destino conociste al único hombre que te lo hubiera permitido todo, pero jamás sentiste amor por él. Sin embargo, princesa, quiero que sepas que no te guardo rencor. El amor es cosa de dos, decías. Y yo siempre dije que era respeto y también comprensión.