Uno de mis dos hijos medianos, el quinto, toca la zampoña. Es el típico adolescente pro paz. Sólo come vegetales, o sea, frutas, hortalizas, legumbres y verduras. También semillas. Sustenta que no quiere dañar el mundo. Que ya está bastante embrutecido por el ser humano.
Pero un día, el carnicero del pueblo, le echó en cara su empecimiento hacia él. Se fórmo una trifulca bastante seria. Éste para la aldea es importante. Elige las piezas que nos proporcionan una comida variada. Las caza. Las desangra y las ahuma. Las despelleja. Despieza al animal y cocina la carne. Y nos la raciona. (Aunque nunca falta) Y mi hijo, que ve la matanza como algo antinatural, se lo dijo a la cara.
Lo que pasó fue lo siguiente. El quinto se convirtió en el aldeano en discordia. Increpó al carnicero y a su noble trabajo. Él se enfadó y se rió de mi hijo. Mi hijo se hartó de controlarse. (Siempre ha sido objeto de burla en la aldea) Se lanzó contra él. El otro lo agarró por el percuezo y le explicó que al no comer carne, jamás ganaría ni al más tierno conejo. Y cuando toda mi prole estaba a punto de lanzarse contra el carnicero, apareció el druida.
El druida habló de sentido común. Obligó a todo el pueblo a personarse en la plaza central. Les puso en antecedentes acerca de la situación. Les comentó que nunca, en la aldea, se había permitido tal demostración de violencia fraterna. Porque todos y cada uno de los vecinos están unidos no por lazo de sangre, sino por orgullo patriótico. Tras esto, se dirigió al carnicero y al vegetariano y les dijo que su problema debía ser solucionado. En ese mismo instante.
Uno propuso solucionarlo con la caza de una liebre y el otro con una demostración de destreza musical. Y el sabio decidió que lo haría con una prueba de puntería. Que sólo el más puro y sincero ganaría. Que esas eran condiciones indispensables para poder usar un arco. Y que el que ganara se quedaría para siempre con una insignia. Con el astrágalo ancestral.
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