sábado, 24 de octubre de 2009

El fin de una era

Te han visto llorar. Cuando me lo contaron me pareció increíble. Una mujer nunca llora, decías. Y una señora lo hace en privado. Y a mí me maravillaba esa capacidad tuya. La de mantenerte distante a cualquier acontecimiento de tu entorno. Eras el símbolo de la perfección. Eras la perfecta mujer de los cincuenta. Y te han visto llorar. Por fin. Al fin te concediste un poco de humanidad. Y me alegro tanto por ti que no me salen las palabras. Ya no te regocijas en la imagen de chica dura. Ya no explotas la imagen de mujer independiente.

Comprendo que en los tiempos que corrían tú no te sentías cómoda. La mujer nacía y crecía para ser esposa y madre. Y tu siempre preferiste aprender. Decías que no eran incompatibles, que se podían hacer ambas cosas. Pero a tus pretendientes les incomodaba la idea. Al principio, cuando dejabas las cosas claras, ¡les parecías tan interesante! Creían que era una postura. Y al final siempre te acababan dejando. Y tú, que casi siempre vivías de ilusiones, te desmoronabas.

Lo hacías, pero jamás derramaste ni una gota por ellos. No te merecían, decías. Ni siquiera eran dignos de respeto, decías. Luego conociste a Eleonor y comprendiste un pedacito de mundo. Te lanzaste al vótice del conocimiento. Aprendiste historia y literatura. Y filosofía y arte. Pero sobretodo arte. Siempre contabas que en cualquier ciencia hay un antes y un después. Igual que lo había en tu vida. Primero había habido un algo, los hombres y la antigüedad y, tras ello, Eleanor y tu todo. Decías que no la amabas. Decías que era sólo una cuestión de significado (siempre les dabas demasiada importancia, en mi opinión). Decías que ella era tu Jackson Pollock. El interminable goteo interno de las acciones.

Pero te vieron llorar. Y no fue en privado. Fuiste a aquella exposición de la que tanto me habías hablado. Te habías comprado un ceñido vestido rojo. De esos que se llevaban entonces. De los que se ataban al cuello y mostraban un escote de vértigo. De los que marcaban el talle y después se convertían en aire. Te habías gastado la mitad de tu sueldo en el traje y la otra mitad en los zapatos. Cuando te reprendí me dijiste que una chica siempre debía dar buena imagen. Que no iba a aparecer en un acto social con un vestido informal, de a diario, dijiste. Y yo ¡qué te iba a decir! Adoraba verte así, tan feliz.

Fui como tu acompañante, ¿lo recuerdas? Pero tuve que marcharme pronto por culpa del maldito accidente. Insististe en que debías quedarte. Que Eleanor te llevaría en coche cuando acabara ese teatro. Te imaginé mientras operaba a las víctimas, hermosa como ninguna y sonriente. Paseándo entre las pinturas con aire de princesa intelectual. Y cómo me arrepentí siempre de no haberme quedado. Cuando llegué a casa tu no me estabas esperando. No volví a saborear la excitación que sentías cuando algo había salido tal y como deseabas.

Después de buscarte en el trabajo y en la universidad ya no creía en la esperanza. Incluso llamé a Eleanor. Ya sabes que nunca fue de mi agrado. No me dio pista alguna. A las pocas semanas llegó tu carta. En ella decías que me admirabas y me respetabas, pero que no podías volver. Luego supe de tu llanto y lo comprendí un poco. Al final resultó que sí la amabas, tanto como al arte, aunque ella a ti no más que a otra amiga. Y por circunstancias del destino conociste al único hombre que te lo hubiera permitido todo, pero jamás sentiste amor por él. Sin embargo, princesa, quiero que sepas que no te guardo rencor. El amor es cosa de dos, decías. Y yo siempre dije que era respeto y también comprensión.

jueves, 22 de octubre de 2009

Entre el yo y lo demás

Soy como los demás. Como los demás. Pero, ¿los demás cómo son?

  • Vale, todos nacemos siendo inocentes. Esa inocencia da una riqueza emotiva enorme. Todo es sorpresa. Todo es nuevo. Y eso lo perdemos con los años.
  • Vale, todos nacemos siendo buenos. De verdad, no de esa manera retorcida y manipuladora que algunos desvelan al mundo. Luego llega la consciencia y las decisiones y siempre podemos elegir entre una buena opción y otra menos buena. Y eso nos hace mejores o peores. ¿Pero malos?
  • Vale, cuando crecemos, como intento de adultos, buscamos modelos de conducta. Los situamos en un alto altar y hasta que se caen. Nos decepciona el fallo, las equivocaciones, observar que son como todos los demás humanos que pueblan la tierra.
  • Vale, todos crecemos y, mientras lo hacemos, buscamos encajar en el mundo. Todos buscamos una posición que nos resguarde del resto de la humanidad. Aparece el sentido del ridículo, la vergüenza por ser uno mismo, la necesidad de englobar y etiquetar a todo ser viviente dentro de un grupo o sociedad. Surje la consciencia pura del "yo" individual y de "los demás" y tratamos de erradicarla.
  • Vale, ese conocimiento nos inunda. Pero aún y así tratamos de mantenernos a distancia de la muerte de nuestro "yo". Buscamos en el mundo una respuesta. La manera de evitar esa parte que nos anula y nos socializa del todo. Y llegamos a la conclusión de que haríamos cualquier cosa por preservarnos a nosotros mismos. Y dudamos. ¿Es egoismo o supervivencia?
  • Vale, sospechamos que es egoismo. Y nos preguntamos seriamente si somos buenas personas o todo lo contrario. Nos analizamos. Hacemos una introspección y observamos que es imperante ser sinceros con nosotros. Nos damos cuenta de que la sociedad nos obliga a decir medias verdades. y una vez más renegamos de nuestra parte social. Y con un poco de suerte, conseguimos vernos como somos, sin mentiras piadosas.
  • Vale, nos da miedo descubrir que somos mediocres. Tan humanos como todos los demás. Tan hipócritas como el resto de la humanidad. Y si lo hacemos, quizás nos mentimos. Pocos tienen suerte y se reconcilian con esa idea.
  • Vale, nos equivocamos. Erramos en nuestras decisiones. Y nos juzgamos. Y nos redescubrimos. Y sí, somos egoístas. Y mediocres. Y como el resto del mundo mundial. Y nos sentimos aliviados. Y nos provoca tristeza. Y nos decepciona la idea. Y no sabemos como vivir de esa manera. Y pensamos que estamos solos. Porque somos peores que hace unos años. No queremos que nadie se de cuenta. Y mentimos. Y nos engañamos.
  • Vale, decidimos ser sinceros. Pero nos da miedo la opinión ajena. Y decimos verdades a medias. Y nos cuesta decir verdades puras. Y nos sentimos distantes, insensibles al mundo. Somos conscientes de nuestro "yo" pero renegamos de él. Decidimos ser como los demás. Sin más. Así parece que seamos mejores.

Y llega ese día en que sabemos cómo son los demás. Igual que nosotros, ni más ni menos. Y nos damos cuenta de que hemos cambiado. Sin embargo, ese cambio sólo lo notamos nosotros. Y rezamos para no ser el modelo de nadie. Para no decepcionar a nadie más.

lunes, 19 de octubre de 2009

La insignia de poder

Uno de mis dos hijos medianos, el quinto, toca la zampoña. Es el típico adolescente pro paz. Sólo come vegetales, o sea, frutas, hortalizas, legumbres y verduras. También semillas. Sustenta que no quiere dañar el mundo. Que ya está bastante embrutecido por el ser humano.

Pero un día, el carnicero del pueblo, le echó en cara su empecimiento hacia él. Se fórmo una trifulca bastante seria. Éste para la aldea es importante. Elige las piezas que nos proporcionan una comida variada. Las caza. Las desangra y las ahuma. Las despelleja. Despieza al animal y cocina la carne. Y nos la raciona. (Aunque nunca falta) Y mi hijo, que ve la matanza como algo antinatural, se lo dijo a la cara.

Lo que pasó fue lo siguiente. El quinto se convirtió en el aldeano en discordia. Increpó al carnicero y a su noble trabajo. Él se enfadó y se rió de mi hijo. Mi hijo se hartó de controlarse. (Siempre ha sido objeto de burla en la aldea) Se lanzó contra él. El otro lo agarró por el percuezo y le explicó que al no comer carne, jamás ganaría ni al más tierno conejo. Y cuando toda mi prole estaba a punto de lanzarse contra el carnicero, apareció el druida.

El druida habló de sentido común. Obligó a todo el pueblo a personarse en la plaza central. Les puso en antecedentes acerca de la situación. Les comentó que nunca, en la aldea, se había permitido tal demostración de violencia fraterna. Porque todos y cada uno de los vecinos están unidos no por lazo de sangre, sino por orgullo patriótico. Tras esto, se dirigió al carnicero y al vegetariano y les dijo que su problema debía ser solucionado. En ese mismo instante.

Uno propuso solucionarlo con la caza de una liebre y el otro con una demostración de destreza musical. Y el sabio decidió que lo haría con una prueba de puntería. Que sólo el más puro y sincero ganaría. Que esas eran condiciones indispensables para poder usar un arco. Y que el que ganara se quedaría para siempre con una insignia. Con el astrágalo ancestral.

sábado, 17 de octubre de 2009

Amor, amor.

Siempre te vas y yo sigo esperando tu vuelta. La mayoría de veces se me hace eterno. Y todas se me hacen incómodas. Y pienso en el amor. Es incómodo. Claro que además es otras muchas cosas. Es difícil, esforzado, pesado. Es demasiado negativo, de vez en cuando.

Yo nunca te pido que te marches. A pesar de todo. Me gusta tenerte cerca. Tu piel siempre es más cálida que la mía. Tus labios siempre son más insistentes. Tus manos siempre más precisas. Tu mirada es más fija. Tu sonrisa, perfecta.

Quizás mi amor se deba a tu absoluta humanidad. No digo que yo lo sea menos, humana, quiero decir. No. Lo que digo es que suelo pensar tanto que me pierdo muchas cosas. Cosas normales. Como sentir. Mi corazón siempre pide permiso, ya sabes. Es un engorro. A mí me gustan los conceptos. Todo lo abstracto no pone límites a mi cabeza. Pero soy tan... imprecisa que adoro a ambos. A los límetes y a lo abstracto. Qué absurdo.

Y siempre te vas. Pero vuelves. Y siempre te espero. Con impaciencia. Y siempre deseo. Deseo. Preciosa palabra. Que no sólo hace que agradezca la presencia de tu piel, tus labios, tus manos, tu mirada y tu sonrisa. También hace agradable cualquier aspecto negativo.

Y no tengo ni una duda. Lo negativo es necesario. Como lo placentero. Cualquier concepto debe ser definido. Y las definiciones siempre tienen perspectivas. Y como lo mío es lo abstracto, lo acepto. El amor es una arma. De doble filo.

lunes, 12 de octubre de 2009

Suicidio social (III)

Cometemos demasiados errores. Nosotros. Y no logro comprender a qué viene tanta imperfección. Sobrevolamos la vida y, sin embargo, cometemos errores. Yo lo hago. Y después siempre es demasiado tarde para volver atrás. Luego no hay solución que valga.

Antes lo quería perder todo. Soñaba con el mar. Despreciaba mi poder. Me costó comprender que todo lo que tuve lo gané. Yo. Porque ¿qué es sino, el trabajo, que una manera de reafirmarnos?

Ahora me encuentro donde quería. En una bonita casa en la costa mediterránea. Estoy donde quería y no soy nadie. Sólo el rey que fue destronado. Sin trabajo. Uso mi nombre por primera vez en cincuenta años. Utilizo un nombre que ni siquiera es el mío. Uno que nadie conoce. Pero eso es lo que tiene el deseo. Su realidad.

Tengo el velero que quería, aunque el mar no me atrae. Se me antoja una inutil y cambiante mancha colorida. Lo inunda todo. Pero no llega a mí. Aunque es lo de menos. De más es que todos aquellos que me apoyaban en mi viaje hacia la esencia de las cosas se han marchado. Dieron su voto a otro. A un chiquillo maleable. Supongo que eso les pareció más interesante.

Lo he perdido casi todo. Y es más doloroso de lo que imaginé. Pero se ha esfumado. Ya no puedo recuperarlo. Y aunque lo desee, sé que no merece la pena. Soy viejo. Mi corazón es frío y duro. Mi mente, retorcida. Mis deseos, vanos. Mis pasiones, despreciables. No hay bondad en mí. Yo la destrui. Y ahora, sólo recojo lo que sembré. Para mí y para el pueblo. Aprendieron erróneas lecciones. Y ahora me toca a mí.

Firmado, Lauro.


miércoles, 7 de octubre de 2009

Suicidio social (II)

Estoy a la espera. A la espera de unas palabras que no llegan. Y es probable que no lo hagan. Recorro bibliotecas y librerías. Esperando a ver si las veo. Sé que tengo que aguardar. Con los ojos como platos. Dispuesto a saltar con los brazos abiertos, para que nada se escape.

Pero mucho me temo que éso hizo, escaparse. Se deshizo el final imaginado. Ése que esperaba con pavor. Los grandes sucesos, imagino, siempre son improvisados. Y es que, a mí se me escapan tantas cosas. (Aunque ya no sé bien si se me escapan o huyen de mí) Mi vida es demasiado líquida. Sí, líquida. Porque no es como un gas que se expande y lo llena todo, es más como algo que se derrama, lo empapa todo y luego se desvanece. Para siempre.

Y sigo leyendo. Ya no es placer. Ahora es desvarío impropio. Incluso he releído todo lo que devoré desde mi infancia. Creo que le han puesto mi nombre a alguna mesa de esas que suelo ocupar. Porque soy un acosador del tiempo. Del tiempo y de la palabra. Puedo concluir que he hecho de esto mi trabajo. Aunque haya aprendido demasiado.

Ya no creo en tu amor. Creo en el mío. Por eso busco las palabras que me devolverán (probablemente) lo que perdí. Agradezco comprender que los errores son cosa de la naturaleza. De la humana. Y que muchos perdieron su camino antes que yo. Pocos lo escribieron. Y los que lo hicieron no narran la senda de expiación.

¿Será ésta la mía? Peregrinaje literario.

lunes, 5 de octubre de 2009

Suicidio social (I)

Carta de suicidio,

Un lugar ideal para vivir es la playa. Esas zonas costeras en las que delante tienes el mar y a tu espalda queda la montaña. Éso sí es un buen lugar para comenzar una vida. Flora y fauna, toda la que quieras. Un ecosistema rico. Si lo que buscas es calidad de vida, allí tienes que ir. Y si elijes la costa mediterránea, mucho mejor. No sólo tienes la situación ideal, también el clima perfecto. Es muy probable que, tras crear mi vida sobre esta base, no me marche jamás. Sería absurdo. No hay sitio mejor. Me gustaría describir la vida aquí, en el pueblo de costa, pero mi capacidad inventiva últimamente ha mermado y forzarla sería demasiado forzoso. Aún así, no me privo de intentarlo.
Aquí, el mar es una gran laguna. Suele estar en calma y no hay otra cosa que ése intenso color azul-verdoso. Y el horizonte. De vez en cuando, el pacifismo del mar se ve enturbiado por enormes barcos de carga que van y vienen del puerto. O por algún piragüista o remero que quiere disfrutar de tanto azul. Mis días preferidos son los de sol, porque a mí me afecta mucho la luz. Si no hubiera estudiado biología creería que necesito hacer la fotosíntesis. A pesar de éso, mi color preferido es el gris, intenso. El de los días de tormenta. Que son pocos pero alivian. Los que son insoportables son los de llovizna, porque suelen venir acompañados de más días mojados. Y como ya he dicho, la luz me afecta. Es extraño que las plantas, necesitando luz, tengan mejor aspecto cuando no la hay. Pero claro, nuestros conceptos de iluminación óptima no son los mismos. Ni siquiera se parecen.
Pero, de todas maneras, quiero un velero. Ya no un yate. Con un velero me conformo. Imagínate. Todos esos días disfrutando de la libertad del agua. De una fuerza superior a la tuya. Con la que no puedes competir. A la que no puedes controlar. Y aún y así, no importa. No es Dios. Sólo es algo grande. Muy grande. Que tiene más fuerza que tú. Pero que no es ni omnipotente, ni bondadoso, ni furibundo, ni nada. Sólo es naturaleza. Muchos la consideraron diosa. Yo sólo natural. Las gentes de costa, antes, creían en diversos dioses. Como la mayoría de las antiguas civilizaciones. A veces me pregunto si el mundo moderno se fundó en ese cambio. En el del monoteísmo, la monogamia, la jerarquía social, el más fuerte. Porque habría sido mejor si hubiera sido el más listo, o el más bueno, o el más justo. Pero no. El más fuerte. Porque, aunque rehuimos de la naturaleza, hacemos como ella. Gana el fuerte, el débil muere o sale malherido, o desaparece sin dejar huella. Como el politeísmo. Ganó aquél que lo tuvo todo, todos los poderes, toda la fuerza. Ganó uno solo, sólo uno ganó. Y el mar triunfa tantas veces que es imposible no rendirse a él. Por eso quiero un velero. Para sentir que no tengo la fuerza.
Dicen que es un tanto freudiano que el poderoso busque perder su poder. Al menos eso indica que no soy avaricioso, –o que estoy traumatizado-. Puedo desprenderme de mi corona y seguir adelante. Quizás no sea más que mera ilusión. Quién sabe. Pero me gusta creer que es así. Sé que hay muchas cosas mucho más importantes que todo lo que tengo, que es mucho. No quiero dinero, no quiero frivolidad, no quiero éxito, no quiero reconocimiento ni fama. Quiero lo que la vida realmente es. Un intercambio de preguntas y respuestas. Eso es lo que yo quiero.

Dixit.

El rey.

sábado, 3 de octubre de 2009

Lo que preocupa de la aldea

Mi hijo pequeño es un ser noble. Tiene todas esas virtudes que desean las personas frívolas. Lo que mejor le describe es la eutropelia. Porque todo lo llena de templanza y honestidad. Sus momentos de ocio y todos los demás.

Sin embargo, a veces, no encuentra en los demás jóvenes el apoyo que necesitaría. La aldea, de vez en cuando, es un mundo demasiado cerrado. Por eso no termina de crecer. Por eso sigue siendo un joven. Pero tuvo la suerte de nacer el día de la Buena Estrella. La festividad de la Estrella Brillante. Lo que le ayudará en su futuro.

Aún así, a su madre y a mí, nos preocupa que, al no sentirse comprendido, no sea capaz de destruir su cobijadura. Es tan fácil amoldarse a los demás que al final puede resultar imposible ser uno mismo. Él chico no lo ve así. Pero si no sale a la luz, deturpará su personalidad.