Mi hijo mayor es posiblemente el bohemio de la aldea. Construye cosas él. Cosas varias. Unas veces hace sillas, otras edificios, otras pendientes o prendas de ropa. Es un constructor. Y un instructor. Todos los chiquillos de la aldea se le acercan. Se le dan bien los niños.
A ellos les gusta porque zambuca objetos entre sus inventos. Y a los crios éso les gusta. Les atrae descubrir lo que esconde la vida. Son apasionados. Y así es poca gente. Así son los más jóvenes y algunos más. Pero pocos. A pocos les apasiona buscar por sólo buscar, sin que sea seguro un premio, una respuesta.
Pero mi hijo, el interesante, se dedica a idear. Pero oficialmente escaramuja. No le importa hacerlo. Dice que así mantiene la ilusión infantil. Dice que, podando los árboles y tratanto de que el fruto sea más jugoso, obtiene placer. Dice que le satisface saber que hacer bien el trabajo produce frutos con mejor sazón. Eso dice. Y a mí me recuerda a los niños. Porque realmente se sorprende cada vez que prueba un fruto. Cada vez que está bueno. Y se sonríe. Lo hace sabiendo que de todo se aprende.
Su mayor invento tenía mucho que ver con todo esto. Con los árboles y los frutos. Y con sus ideas. Construyó un edificio. Lo hizo cuadrado. Era un cubo perfecto. Lo hizo con setos. Se pasó dos años dejando crecer los arbustos. De repente, comenzaron a aparecer entre las ojas frutas rojas, verdes y amarillas. Al ser cúbico, tenía cuatro fachadas. Y cuatro hastiales. Y de cada hastial colgaba un melón a modo de gárgola. Parecía un juguete. A los niños les encantó. Era su caja de regalos.