miércoles, 30 de septiembre de 2009

Regalos de colores

Mi hijo mayor es posiblemente el bohemio de la aldea. Construye cosas él. Cosas varias. Unas veces hace sillas, otras edificios, otras pendientes o prendas de ropa. Es un constructor. Y un instructor. Todos los chiquillos de la aldea se le acercan. Se le dan bien los niños.

A ellos les gusta porque zambuca objetos entre sus inventos. Y a los crios éso les gusta. Les atrae descubrir lo que esconde la vida. Son apasionados. Y así es poca gente. Así son los más jóvenes y algunos más. Pero pocos. A pocos les apasiona buscar por sólo buscar, sin que sea seguro un premio, una respuesta.

Pero mi hijo, el interesante, se dedica a idear. Pero oficialmente escaramuja. No le importa hacerlo. Dice que así mantiene la ilusión infantil. Dice que, podando los árboles y tratanto de que el fruto sea más jugoso, obtiene placer. Dice que le satisface saber que hacer bien el trabajo produce frutos con mejor sazón. Eso dice. Y a mí me recuerda a los niños. Porque realmente se sorprende cada vez que prueba un fruto. Cada vez que está bueno. Y se sonríe. Lo hace sabiendo que de todo se aprende.

Su mayor invento tenía mucho que ver con todo esto. Con los árboles y los frutos. Y con sus ideas. Construyó un edificio. Lo hizo cuadrado. Era un cubo perfecto. Lo hizo con setos. Se pasó dos años dejando crecer los arbustos. De repente, comenzaron a aparecer entre las ojas frutas rojas, verdes y amarillas. Al ser cúbico, tenía cuatro fachadas. Y cuatro hastiales. Y de cada hastial colgaba un melón a modo de gárgola. Parecía un juguete. A los niños les encantó. Era su caja de regalos.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Soluciones en época de crisis

La época del tarquín siempre es una mala. Para nuestra aldea. Se inundan los campos y el légamo lo impregna todo. Lo peor es que, no sólo se echan a perder las cosechas. Las mujeres de la aldea entran en crisis. Se les estropean las randas de los vestidos. No se dan cuenta que es un baladí propio de nuestras tierras. Y que carece de importancia.

Los hombres son otra cuestión. Otra mucho peor. Se rinden el vino zamborotudo. Pierden la paciencia y no quieren esperar a que fermente bien. A su tiempo. Se convierten en bodoques. Dejan de ser productivos. Y no sólo perdemos las cosechas. Lo perdemos todo.

Gracias a los cielos -y a los aedos, que nos legaron su cultura- los ancianos, que ya han vivido innumerables situaciones como esta, toman las riendas de la aldea y, junto al druida, enderezan al pueblo como si fueran estroma. Se convierten en la trama del tejido celular de todos nosotros.

Lo primero que hacen para paliar la época de crisis es echar mano de la siringa. Bajo el mando del druida, se disponen a cortar el tronco de este árbol y extraen el jugo lechoso, que se convierte en goma de mascar. Éste, cuando se seca, produce ciertos efectos: sacia el hambre y la sed y agudiza los sentidos. Y la mente.

Es importante que se agudicen las mentes. Cuando uno se da cuenta de que su capacidad es amplia, desea explotarla. Y de eso se trata. No de ganarse el pan, no. Sino de que todos quieran salir adelante y sacar algo. De todo ello.

Y, como en época de crisis, muchos roban a muchos, los aldeanos procedieron. Ante todo, decían, lo nuestro es nuestro. No hemos trabajo para nada. Así que, las mujeres se pusieron sus pantalones de faenar, los hombres bebidos se bañaron en el lago. Los niños acudieron a sus padres para que les dieran órdenes. Los ancianos, cuando hubieron producido la suficiente dosis de goma de mascar para un par de semanas, apagaron los anafes, en donde habían creado la mezcla de jugo y menta (para dar sabor) y se dirijieron a sus plúteos.

Nadie mejor que los mayores sabe que, las soluciones, con frecuencia, se encuentran en los libros. En la historia. Sólo hay que buscar símiles de la situación. Causas y consecuencias. Errores pasados. Errores presentes. Evaluarlo todo y actuar en consecuencia.

Así, mientras ellos estudiaban las palabras de antaño, los hombres fañaron a los animales. Los niños, con las mujeres, fabricaron sogas para manear. No se sabía si a los caballos. O a las personas, teniendo en cuenta la furia de su empeño. Y se prepararon para entrar en guerra. No con ninguna aldea vecina. Sino contra ellos mismos. Contra su conformismo.

sábado, 19 de septiembre de 2009

De individuos pensantes

Al parecer, mi hija, la séptima, resultó ser una chica de gran idiosincrasia. Al final no llegó a ser druida. Cuando se encontró sola, en el bosque, decidió que éso no era lo suyo. La consecuencia fue evidente. El jefe de tribu dijo que no era socialmente productiva. Y es que, en una pequeña sociedad, los rasgos distintivos y propios de un individuo no deben remarcarse. Demasiado.
Siempre pensé que al mundo le vendrían bien individuos pensantes. No me ayudó a ganarme el puesto de Sabio. Claro está. Porque los requisitos no eran sólo intelectuales. No se trataba de aprender a mezclar plantas, de llevar a cabo uniones. Se trataba de decidir, por y para el pueblo. Y tenía claros mis objetivos.
Yo, que había tenido ocho hijos. Que los había educado a todos. Que había estudiado. Que me había formado. Que había dado todo lo que pude -y lo que supe- a mi gente. Yo, que únicamente quería mejorar el mundo. Que quería hacer algo grande. Algo divino. Sin pisar a nadie. Sin menospreciar a nadie. Yo, que quería ser el dios de mi aldea. Yo, que quería que cuando hablaran de nosotros, nos simbolizaran con la cornucopia. Con el signo de la abundancia. Yo, que deseaba que todos satisficieran sus anhelos. A cualquier nivel. A cualquier precio.
Por supuesto, todos recibirían su bistrecha. Se necesita un incentivo para producir cambios. Aún así, sentí muchas veces que me traicionaban. Desde el tiempo más antiguo las poblaciones han pujado por evolucionar. Pero la mía no quería. Y el actual druida no comprendía que, cuando reprimes al pueblo, cuando lo suprimes, cuando lo tratas como "al pueblo" y no como a personas, el pueblo explota. Y, efectivamente, el pueblo explotó.
Y mi hija, la séptima, fue la primera. La que no quiso ser druida. La que quiso ser profesora. Mi hija, la séptima, fue la primera en reventar.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Un futuro nada incierto

Un día me desperté y no tenía nada claro. Sé que siempre he hablado de mi conspicuo futuro. Pero qué le vamos a hacer.
La cosa es que me casé joven. Empecé a tener hijos. Contraje matrimonio a los diecisiete años y tengo ocho hijos. ¡Ocho ya! Todos van a la escuela. La de aquí tiene recursos. No crean. Enseña a cada joven algo de provecho, según las funciones que tengan sus progenitores. Es decir, si el padre de uno es recolector de frutos rojos, el hijo lo será también.
De entre mis ocho hijos, ninguno quiere ser druida. Para muchos sería una decepción. Para mí no. La pena es que si llego a serlo, deberán pasar por la instrucción y la prueba de fuego (no sé si recordarán la pócima de los siete ingredientes) y eso puede destrozar a mi esposa. Imagínense que mueren todos. Mientras tanto, les enseñan a ser unos mandados. (siempre están con el "obedece, obedece" que a mi mujer le va muy bien) No crean. Si tuvieran que pasar por todo eso, estaría orgulloso de ellos. Por la valentía. Pero claro, nadie quiere presenciar la muerte de sus hijos.
Sé que no debería decir esto. Pero mi predilecto es el séptimo. (Este número siempre me ha dado suerte) Es una niña preciosa. No se parece mucho a nosotros. Pero tiene la viveza de su madre. Es algo proteica, un día quiere recolectar, otro limpiar, otro ayudar a los miembros menos dotados de la aldea y al siguiente decide seguir los pasos de papá. O sea, de mí. Sé que les resultará abstruso que primero les diga que no quiero que ninguno muera y depués que no me importaría que mi preferida pasara por la prueba. Pero es que es tan inteligente. Todo lo hace bien, la niña. No tendrá problemas para encontrar marido. Ni para llegar adonde se proponga.

Cuestión de conveniencia

Muchos piensan que mis aspiraciones son quínolas, rarerazas, extravagancias de un aldeano. A veces incluso yo lo dudo. Pocos creen que ir más allá de lo posible está bien. Y ahí radica mi decisión. No quise conformarme con ser lo que fui hasta entonces.

Mi mejor amiga, y la que se convertiría en mi esposa, era una mujer inteligente. No sólo era guapa. También era inteligente. Vivía en la casa de al lado. En la de la izquierda. Una igual a la mía pero con ella dentro. Tenía ambiciones. Eso me gustaba de ella. Siempre decía que quería marcharse de la aldea para irse al sitio que se llamaba ciudad.

Pero, como ya éramos pocos, a las mujeres no se las dejaba amigrar. Por lo de que ellas son el futuro y la vida. Como se quería ir traté de ayudarla. Inventamos mareas para que la repudiaran. Hicimos circular rumores. Destruímos cosechas. Incluso quemamos alguna prenda sagrada. Pero nada supuso un blasmo a ojos del druida. Éste sabía por qué lo hacíamos.

(Y aquí otra razón por la que había decidido que ése sería mi futuro: yo tendría en cuenta a los demás y por supuesto, sus anhelos)

Recuerdo que nos casamos porque el druida decidió que era la única manera de que se quedara. Y no fue una mala decisión. Ella siempre ha sido feliz a mi lado. Yo también. Lo que pasa es que no me dejaba ser druida. No pudo olvidar que la decisión del sacerdote fue el acento circunflejo que la obligó a quedarse. A ser menos de lo que podría haber sido. Y a mí me lo perdonaba, pero al druida no.

viernes, 11 de septiembre de 2009

De uniones

El problema de la aldea es que sólo somos un centenar. Es complicado encontrar el amor. Pero es curioso, a nadie le importa el carácter endogámico de nuestras uniones. E incluso, la mayoría de aldeanos sienten cierta aversión por los visitantes. Así que se casan entre ellos.

El rito lo preside el druida. Es una de mis funciones favoritas. A veces me pregunto si es lo que me llevó a desearlo con más fuerza. Lo de ser sacerdote, digo.

La manera es la siguiente: cuando la mujer llega a edad casadera hay que asignarle a un hombre. Éste no puede pertenecer a la misma familia, sino surgen problemas en el desarrollo del feto. Con lo cual, el Sabio busca a la persona adecuada. Éste, además, tiene que ser homólogo a ella así que se deben cubrir una serie de características. Por ejemplo: si ella es morena y menuda, él debe ser moreno y menudo. No suele ser difícil ya que todos nos parecemos un poco.


Antes de comenzar el rito se hace una fiesta. Ésta tiene un carácter determinante porque muestra cómo repercutirá en la aldea el matrimonio. No sólo tiene que ser solemne, también debe ser desopilante. Si sólo unos pocos se divierten, no habrá unión. Tiene que haber risas, muchas risas. El druida, para tal ocasión, se come el fulcro de la Silene. Su tallo produce somnolencia. Si al terminar la fiesta no se ha dormido, ya es buena señal.

El último requisito para que se efetúe el casamiento es el cántico. La pareja se sitúa en el centro de la aldea. Los demás se van a sus casas. Una vez todo ha quedado en silencio y únicamente se oye el murmullo del bosque, los dos comienzan a hablar. Al principio sólo es un breve sonido. Luego sus voces deben convertirse en una amalgama definida y nítida. Se cuentan el sentido de su unión. La razón, la finalidad de todo ello. Los que están en sus casas escuchan. Si les gusta lo que oyen, si las voces les resultan eufónicas, saldrán de sus casas y se reunirán en el centro del pueblo. Si no es así, no aparecerán.

Pocas veces no ha sucedido. La unión, quiero decir. Cuando el pueblo ha decidido, el canto no cesa. Continúa el druida con él. Comienza la celebración y, ésa noche, nadie duerme.

La importancia del orden preciso

Mi aldea es una pequeña. Apenas somos cien. Está situada en un claro y todo lo que nos rodea es bosque. Nuestra sociedad está jerarquizada. Y yo quiero ser la punta de la pirámide. En la base están los aldeanos. Luego los padres de familia y los jefes de aldea y por encima de ellos los druidas.
Yo quiero ser druida. Son sacerdotes y jefes supremos. Ellos mandan. A mí no me gusta que me ordenen. Es mejor al revés. Cuando me dicen que despeje la aldea de excrementos y despojos me molesta. Estoy por encima de ello. Así que tengo muy claro adónde quiero llegar.
Para serlo tengo que dominar una serie de técnicas. Pero antes, mi cuerpo tiene que estar en armonía con la naturaleza. Por eso llevo dos meses viviendo en el bosque. Sólo. Sin nada. Nada fabricado por el hombre. He vagado por todo el territorio. Un día llegué a los Montes de Arrée. Son preciosos. Descubrí muchas plantas que no tenemos allí, en la aldea.
Las técnicas que tengo que asimilar, en cuanto alcance la asonancia con el mundo, son diversas. La que más me interesa es la botánica. Permite hacer una serie de rituales que son de sumo interés. Como por ejemplo, contactar con los espíritus benévolos para que muestren el futuro. O hallar la dualidad animal a base de jugo del Narciso de Glénan.
La prueba de fuego es vivir la semana más dura de invierno en el bosque. Pero no es dura por el frío. La práctica que hago ahora es para dominar los instintos básicos. Lo más difícil es que el sumo sacerdote nos pide que encontremos siete -porque es el número sagrado- variedades de vegetales y que confeccionemos una pócima a partir de sus fulcros. El nardo marítimo, la yerba azul, el eringio marítimo, la drosera, que se alimenta de insectos, la silene y la armeria marítimas y, por último, el hinojo marítimo.
El orden a la hora de crear la poción es de extrema importancia. Y las medidas también tienen que ser exactas. Si se comete un error, por pequeño que sea, el jugo se vuelve deletéreo y podría morir. Y mi vida me importa. Por eso sólo hay un druida por aldea. Porque la mayoría se envenenan a sí mismos.

martes, 8 de septiembre de 2009

El Sicofante

*Dedicado especialmente a Sarracena, fiel a rumbofijado e impenitente proponiendo retos. (Mamarrrrrrg)

Una vez conocí a un artista que llevaba de equipaje un halo de antigüedad, conocimiento y misterio. Ese olor que buscamos en bibliotecas repletas y en playas desiertas. Era día de mayo en Milos. Adoro las islas griegas, especialmente las Cícladas, las del Dodecaneso y las Espóradas. Son buenas islas. No se puede decir tanto del clima. En mayo, puede amanecer azul y anochecer marengo.

El día que evoco fue un día bastante común. Me levanté para escribir un rato. Seguía trabajando en mi tesis. Llevaba trescientas páginas escritas sobre el Criselefantino y todavía no había hallado la manera de enfocar el misterio de los Nikés y la relación de todo ello con el Art Noveau. Así que, como ya era costumbre, procrastiné mis obligaciones intelectuales por otras menos enriquecedoras.

Una de ellas era estudiar la casa en la que habité durante ese periodo. Era de finales del siglo XVII, encarada al mar (la cercanía de Poseidón y el paso del tiempo eran mis aliadas) Jamás admití que vivir en un sitio sin grandes cantidades de agua era un fastidio para mí. Yo achacaba mis caprichos a la escasez de productividad literaria. (De cara al público, claro, especialmente al familiar) Así que vivía en una isla y en un anticuario.

Los días de tormenta el viento arreciaba y ése era mi castigo por elegir mi peculiar destino. Tenía que ser cosa de él que conociera a mí gurú personal en esas circunstancias. (Además, me vino como anillo al dedo, el artista) Azar fue que el desconocido se convirtiera en más que conocido y en cohabitante de mi humilde y atemporal idilio. Con él, experto en criselefantinas y yo de dicha corriente en el siglo XIX, logré encontrar la conexión que me faltaba. Sólo tuve que afrontar lo inaplazable: que el criselefantino del siglo XIX era un sicofante de la corriente original.
- Sicofante/Sicofanta (m) Impostos, calumniador

Qué fácil es ser raro

Todo el mundo conoce gente interesante, a diario. Aunque a mí no me sucede.

Viene una amiga, llamémosla X, y me dice que conoció a un chico en la barra de un hotel y que es lo más en interés. Además de ser interesante, me dice, a él le interesa. (Yo pienso... ¿qué le interesa exactamente?)

Mi amiga X está encantada. Pero no sabe si dejarle una nota en el hotel. Le digo que haga lo que quiera pero que, cuando conoces a un hombre en la barra del bar de un hotel no es el hombre de tu vida, y menos si éste se pasa parte de la conversación indicando que está solo, que sus amigos se han ido de fiesta y que tiene una habitación arriba.

Lo que más me preocupa de X es que es inocente-inocente. Para ella, todo el mundo es no sólo interesante sino también buena persona. (Yo pienso... ¿quién lleva cartelito especificando que es malo?)

Yo soy borde. Cuando un desconocido, en calidad de interesante, se hace el interesante y me dice: ¿cómo dijiste que te llamabas? o ¿nunca te han dicho lo guapa que eres? o ¿estudias o trabajas? pienso: ¿crees que eres interesante? (y digo: no te lo dije; ya lo sé, pero gracias; o estudio, que soy menor de edad)

A mi amiga le digo que no hay que buscar a nadie, que él te busca a ti (y pienso: ¿se lo creerá o es absurdo siquiera decirlo?) Pero de todas maneras, a su escasa edad ha perdido la esperanza. Dice que no hay chicos normales. Que son todos fruto de la mediocridad (con lo que estoy casi de acuerdo)

Y me pregunto: ¿tan raro es querer más? ¿Tan extraño es exigir(se) más? ¿Tan difícil es encontrar gente que también busque más?

Y pienso: no somos raros. Raros son ellos que se conforman.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

La trucha

Olía a eucalipto, a hierba y a agua. Era agosto, la época de pesca de reos y truchas. Me encontraba en Asturias, metido hasta los muslos en el lago, el agua estaba fría pero la recompensa iba a ser prometedora.
Recordaba la primera vez que había pescado con mosca. Lo había hecho con mi abuelo. Una persona formidable. Era un hombre enorme, de pelo frondoso y ojos intensos. Recuerdo que olía exactamente a esa mezcla de eucalipto, hierba y agua y que mientras preparaba las cañas, se sentaba y me contaba todo lo que sabía sobre reos y truchas. Era interesantísimo.
Una vez me explicó que intentado pescar una grande luchó tanto con ella que resvaló doscientos metros por el lago y que él no se dio cuenta hasta que perdió la caña. Como era un hombre pobre no tuvo más remedio que perseguirla en una barca, a ritmo de remo, hasta que logró sacar el instrumento y al animal. Yo nunca me lo creí. Pero tenía esa mirada intensa y sabia que convence a cualquier niño (y que cuando no convence, haces como que sí, para que no se enfade)
Yo no quería que se enfadara. Y menos conmigo. Era tan grande que su sombra se podía comparar a la de uno de esos esbeltos eucaliptos. Pero cuando se molestaba ésta llegaba mucho más allá. Fruncía el ceño y los labios y sus ojos se tornaban oscuros y brillantes. Y yo me imaginaba así al Señor Scrouch, protagonista de aquel cuento de navidad que me contaba mamá para que fuera generoso. Y el abuelo me recordaba a él, cuando se enfadaba.
Así que cuando me contaba sus batallas con la trucha ponía cara de creérmelo de verdad. Aunque no era del todo mentira. Siempre pensé que se peleaba con las truchas, aunque ellas sólo querían desovar y seguir el curso natural de los acontecimientos de su vida.
Mi abuelo, a pesar de todo, era divertido. Me llevaba y me hacía sentir como si fuera mayor. Así que me sentaba a su lado, cuando él estaba sentado y lanzaba el cebo cuando lo hacía él y me metía en el agua aunque repeliera su frío contacto. Es curioso que de niños, todo nos parezca interesante. (Nota: luchar como el abuelo con la trucha para no perder el interés que se tiene de niño)
Un día ví un cuadro que podía representar al abuelo. Se trataba de la pintura de un lago, con eucaliptos, hierba y agua, casi se podía sentir su olor. Todo era verde y se notaba el frío que debía asediar al hombre que, semisumergido, sostenía su caña entre las grandes manos. Lo tengo colgado en la pared del salón.
***
El señor Scrouch murió en el lago, cuando finalmente una trucha dorada picó el anzuelo y no quiso morir. Mi abuelo, impenitente, no soltó la caña y dado que sus fuerzas eran pocas, se deslizó por el agua, caña en mano, hasta ahogarse. Gracias a Dios, la gran trucha murió también.